Capítulo LXXIII
Mi abuela Lola se murió un domingo como el de hoy, y nunca sabré si morirse un domingo es más terrible que morirse un día hábil de la semana, o si lo terrible es morirse simplemente, más allá de si uno se muere un domingo inhábil o un martes 13 pero hábil. Terrible para uno, pero peor para quienes quedan. O mejor. Vaya uno a saber.
El asunto es que mi abuela Lola se murió un domingo; en connivencia con un tal Alzheimer, decidió morirse nada menos que un domingo. Con Alzheimer y confabulada también con un par de las enfermeras del geriátrico donde la había internado la familia; mi familia.
Mi abuela Lola, que antes de la internación parecía tener claro que el tipo que entraba a su pieza a cada rato cargado de pastillitas de color para ver cómo estaba, no era ni su hijo ni mi padre sino una cucaracha asesina, fue quien me contó a mis siete años y con enormes detalles, en qué estado se encontraba mi cabeza apenas me sacaron del cuerpo de mi madre. “A vos te extirparon de tu madre, Títtulli”, dice sin dejo de ironía el ruso Pascales. Mi cabeza de recién nacido, literalmente, no era otra cosa que una gran medialuna peluda; pero doña Luna, la bruja de la familia, esa señora extraña que –pago mediante- tanto mi madre como mi abuela Lola visitaban religiosamente una vez por mes para ir oteando el devenir de sus seres queridos, o sea nosotros, juró que no había de qué preocuparse. “Las cabezas de los recién nacidos con esa formación son cabezas privilegiadas”, porque no recuerdo qué conjunción postlunar entre cáncer y géminis siempre y cuando el cabeza de medialuna hubiese nacido de madrugada y en día hábil; es decir, día laboral.
Mi madrina de bautismo, la tía Rosita, hija menor de mi abuela Lola, contó una tarde de verano, pocos días después de su fallecimiento, que se murió con una leve sonrisita y los ojos cerrados, los ojos que habían perdido gran parte de su color original ya en vida; la tía Rosita cuenta que los pocos presentes no se pusieron de acuerdo si realmente era domingo.
Nota: la imagen que ilustra esta presentación, fue extractada de la siguiente página: http://jamonyorker.blogsome.com/images/vieha.jpg
El asunto es que mi abuela Lola se murió un domingo; en connivencia con un tal Alzheimer, decidió morirse nada menos que un domingo. Con Alzheimer y confabulada también con un par de las enfermeras del geriátrico donde la había internado la familia; mi familia.
Mi abuela Lola, que antes de la internación parecía tener claro que el tipo que entraba a su pieza a cada rato cargado de pastillitas de color para ver cómo estaba, no era ni su hijo ni mi padre sino una cucaracha asesina, fue quien me contó a mis siete años y con enormes detalles, en qué estado se encontraba mi cabeza apenas me sacaron del cuerpo de mi madre. “A vos te extirparon de tu madre, Títtulli”, dice sin dejo de ironía el ruso Pascales. Mi cabeza de recién nacido, literalmente, no era otra cosa que una gran medialuna peluda; pero doña Luna, la bruja de la familia, esa señora extraña que –pago mediante- tanto mi madre como mi abuela Lola visitaban religiosamente una vez por mes para ir oteando el devenir de sus seres queridos, o sea nosotros, juró que no había de qué preocuparse. “Las cabezas de los recién nacidos con esa formación son cabezas privilegiadas”, porque no recuerdo qué conjunción postlunar entre cáncer y géminis siempre y cuando el cabeza de medialuna hubiese nacido de madrugada y en día hábil; es decir, día laboral.
Mi madrina de bautismo, la tía Rosita, hija menor de mi abuela Lola, contó una tarde de verano, pocos días después de su fallecimiento, que se murió con una leve sonrisita y los ojos cerrados, los ojos que habían perdido gran parte de su color original ya en vida; la tía Rosita cuenta que los pocos presentes no se pusieron de acuerdo si realmente era domingo.
Nota: la imagen que ilustra esta presentación, fue extractada de la siguiente página: http://jamonyorker.blogsome.com/images/vieha.jpg
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