CAPITULO XXIX

Y cayó la noche nomás. Cayó la noche sobre mi balcón y se han disipado los gordos. Y la república suma a su historial unos treinta muertos más. No sobre mi balcón, claro. O quizás sí, también sobre mi balcón. Porque a mi balcón debería caberle un porcentaje de la muerte de estos días. ¿O también de muertes como las del Negro Olmedo, Juancito Castro, la pobre de Alicia Muñiz, última mujer oficial de Monzón, o ese compendio de polímeros que resulta ser la Pradón, que seguramente por eso rebotó al caer desde un 7º piso sin siquiera inmutársele un solo gramo de las siliconas que le dan identidad?

Desde un balcón a mi derecha escucho algo. Pregunto que cómo dijo; es doña Rosa, la del 8º piso del edificio contiguo, asomando sus enormes gafas grises y la sonrisa sin dientes por entre los matorrales que pueblan su balcón. Que habrá que rezar por las almas de todos estos muertos aunque no estemos de acuerdo con sus ideas, dice a los gritos sin que se le mueva un solo rulero. La miro dulcemente a doña Rosa; imagino un simple movimiento con mi cabeza, uno solo, pero la miro dulcemente.