CAPITULO XXIII

Vuelvo del balcón a la cocina. Me sirvo otro whisky. Abro una de las alacenas, saco una cacerola, una de las grandotas, de las que uso para los mondongos, los guisos de lentejas, los pucheros, esos nobles tachos para hervir pulpos de 2 kilos y pico, las de 28 cm de diámetro. Vuelvo de la cocina al balcón. Vuelvo con mi whisky y mi cacerola en las manos, la cacerola que tanto placer ha brindado desde que la compré hace años, en la zona de bazares sobre la avenida Jujuy. Me siento en mi balcón, en la silla de director de cine color rojo; apoyo la cacerola sobre mis muslos, y la miro, la miro por primera vez en nuestra vida en común, la miro con detenimiento, tratando de descubrirle en el fondo y las paredes las cicatrices propias del revolver. Pienso en que podría revolearla a la plaza de enfrente; quien la viera no se sentiría extrañado en estas épocas que corren. La doy vuelta; la doy vuelta sobre mis muslos, y muy lentamente comienzo a pegarle en la base con las uñas de la mano derecha.

Ha pasado más de una hora; el batifondo de cacerolas a lo lejos ha comenzado a tranquilizarse desde el miércoles 19. Y a pesar de que la realidad nos muestra los desaparecidos en los ’70, las empresas del estado desaparecidas en los ’90, y los dineros privados desaparecidos ahora mismo, todavía no logro enhebrar (palabra que usaba todo el tiempo mi abuela Lola) un sentido, aunque sea uno solo, pero uno razonable, que una las cacerolas, los muertos, la plata secuestrada, a pesar de la claridad de los hechos, a pesar de la historia escrita y borrada y vuelta a escribir con la mano y el codo del mismo brazo.