CAPITULO V

“Yo que quería” me parece un buen título para algo; un buen título para algo literario, un libro digamos; aunque no todo libro es literario. “Yo que quería” me suena a “Juan Salvador Gaviota”; quizás con una coma, “Yo, que quería”; o tal vez, “Yo, ¿qué quería?”. De todas formas, me quedo pensando en lo del Diccionario Panhispánico de Dudas, aunque de antemano sé que el Ruso tiene razón: la RAE dice que las mayúsculas se acentúan, no así las que conforman siglas. Y acentúan también puede escribirse sin acento, como adecuan, o actuan.

El hotel es una enorme casona vieja, con esa onda colonial que todo turista venido de otro mundo busca en la hotelería peruana: mucho balconcito de madera, mucha planta desconocida a punto de invadir las paredes blancas y un bar considerable para desayunos, alcoholes y platos típicos, como el
ají de gallina, la papa a la huancaína y ceviches varios. Y mucho pisco sour. Mucho.
Debería comunicarme con Baumgarten, y con Ariela o Felipe para saber cómo fue el recital de la Saralucha, y también con el Ruso para reputearlo (con eso me conformo, por ahora); el muy turro no puede considerar como seria una apuesta Racing-Lanús para decidir el titular del diario de mañana…
Pero nada. Abro el frigobar, saco una petaca de whisky, me siento en la mecedora combinada en verde, amarillo y rojo, y pongo el condiciado en mínimo; enciendo la tele y comienzo a perder el tiempo de manera razonada, porque no encuentro ni una miserable noticia fresca de lo que está pasando en Argentina, más allá de los refritos repetidos durante el día en todo el mundo. Sí, el país sigue desarmándose como si fuera un puzzle que necesitamos poner lo más rápido posible dentro de su caja para un próximo juego, si es que hay posibilidad de un próximo juego.
Quizás no quieras encontrar lo que buscás, hubiera dicho don Títtulli, de manera lapidaria.

La madrugada todavía está por comenzar.