CAPITULO X
Guillermo Camarotta tenía un apellido materno; lo recuerdo perfectamente. Un apellido materno tenía como cualquiera de todos nosotros, nosotros los de Saavedra y nosotros los de cualquier barrio de la ciudad, del país; como nosotros, todos nosotros, los Pinedo, los Wignall, los Barbero, los Protits, los Títtulli. Un apellido materno italiano. Y Camarotta era el paterno, claro.
Al Guille Camarotta algunos, en el barrio, le decíamos que estaba pirado, en obvia referencia a su apellido materno. El Guille jugaba de 10, y realmente era bueno con la pelota. La camiseta de Nueva Chicago, esa camiseta histórica de rayas verticales negras y verdes que habíamos adoptado en el barrio, le quedaba bien con el 10 blanco cosido en la espalda por las manos de su madre.
De la madre del Guille Camarotta no puedo decir nada; la conocí muy poco; ni siquiera el nombre recuerdo, pese a que una tarde entera estuvimos todos en su casa, para los 16 del Guille, comiendo torta y sanguchitos y tomando cervezas a escondidas, mientras ella sacaba fotos de nuestra voracidad. Señora Rosa, doña Vilma, no sé. Ya ni siquiera el color de su pelo.
Sin embargo, observo a una mujer sentada unas butacas delante mío; la observo desde atrás, y el color de su pelo es rojizo, de esas tonalidades provenientes de los sobrecitos que se compran en las perfumerías o los supermercados.
El Guille era un tipo inteligente, el intelectual de los veintipico que intentábamos el fútbol en ese rincón de Saavedra, el barrio del polaco Goyeneche, el tipo que estaba dejando apresuradamente la adolescencia a través de la palabra, y el único de los veintipico que hablaba de política en esos años siniestros, los tiempos de la verdadera muerte.
El Guille vivía frente a los Ricci, sobre la calle Donado, a la derecha viniendo desde la General Paz; una casa fea de frente, una casa vieja, con los olores típicos de las casas feas y viejas. La casa tenía una terraza que daba a Donado, algo así como un segundo piso. Pero podría ser que fuese un depto al frente y no una casa de dos pisos. Eso no lo recuerdo bien.
Piroli, ese era su apellido materno, Piroli.
Y el avión que sigue demorándose.
Al Guille Camarotta algunos, en el barrio, le decíamos que estaba pirado, en obvia referencia a su apellido materno. El Guille jugaba de 10, y realmente era bueno con la pelota. La camiseta de Nueva Chicago, esa camiseta histórica de rayas verticales negras y verdes que habíamos adoptado en el barrio, le quedaba bien con el 10 blanco cosido en la espalda por las manos de su madre.
De la madre del Guille Camarotta no puedo decir nada; la conocí muy poco; ni siquiera el nombre recuerdo, pese a que una tarde entera estuvimos todos en su casa, para los 16 del Guille, comiendo torta y sanguchitos y tomando cervezas a escondidas, mientras ella sacaba fotos de nuestra voracidad. Señora Rosa, doña Vilma, no sé. Ya ni siquiera el color de su pelo.
Sin embargo, observo a una mujer sentada unas butacas delante mío; la observo desde atrás, y el color de su pelo es rojizo, de esas tonalidades provenientes de los sobrecitos que se compran en las perfumerías o los supermercados.
El Guille era un tipo inteligente, el intelectual de los veintipico que intentábamos el fútbol en ese rincón de Saavedra, el barrio del polaco Goyeneche, el tipo que estaba dejando apresuradamente la adolescencia a través de la palabra, y el único de los veintipico que hablaba de política en esos años siniestros, los tiempos de la verdadera muerte.
El Guille vivía frente a los Ricci, sobre la calle Donado, a la derecha viniendo desde la General Paz; una casa fea de frente, una casa vieja, con los olores típicos de las casas feas y viejas. La casa tenía una terraza que daba a Donado, algo así como un segundo piso. Pero podría ser que fuese un depto al frente y no una casa de dos pisos. Eso no lo recuerdo bien.
Piroli, ese era su apellido materno, Piroli.
Y el avión que sigue demorándose.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home