Capítulo LXXI

Cierta vez le dije a mi analista que no debería haber nacido; que no debería haber nacido yo, claro, no ella. Con mi analista tengo serias divergencias, pero no tantas ni tan graves como para desearle no haber nacido; en cambio las divergencias que mantengo desde hace años conmigo mismo, sí ameritan desearme no haber nacido. Entonces, hubo una vez que le dije a mi analista que no debería haber nacido. Yo. Le dije, a mi analista, en una sesión extremadamente turbia, sesión en la cual afuera caían piedras de hielo grandes como puños enojados y no podría pagarle una sesión más y San Lorenzo –para colmo- el domingo había goleado a Chacarita y mi analista, además de ser una profesional de la salud mental es una fana enfermiza de San Lorenzo, decía, que le dije a mi analista que hubiera sido preferible que la doctora Torino, que asistió a mi vieja en la cesárea –porque yo nací gracias a una cesárea de urgencia que le practicó la doctora Torino a mi vieja en el hospital Anchorena- ni me mandara a la incubadora en terapia intensiva; total, con la cabeza hecha una medialuna como la saqué después de haberme encajado y emperrado en no recuerdo qué hueso de mi vieja, y con los forceps metálicos con los que intentaron previamente a la cesárea, la incubadora, los tres días de incubadora en terapia intensiva, estaban de más.
¿Para qué nacer con la cabeza arruinada? ¿Para escribir qué?





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Capítulo LXXII

miserable failure




Mal que me pese, soy la cabeza de un grupo de trabajo. Y la cabeza de un grupo de trabajo está obligada a pensar. Yo pienso; que la cabeza se me fue acomodando a los estándares con el paso de los meses; abandonó su formato original para transformarse en algo parecido a una pelota de trapo de las viejas; pienso; que en la incubadora deben haberme tratado muy bien, y que mi abuela Lola no se despegó ni un segundo en los tres días de mi alojamiento plagado de tubos y sondas y mangueritas y todas esas cosas que le ponen a un recién nacido cuando lo exilian en una incubadora; yo pienso.

Recuerdo que en aquellos terribles días, los de la caída de De la Rúa, no los de mi tránsito por una de las incubadoras del Anchorena, circuló un mail con dos palabras: una en castellano; otra en inglés. Para lograr la magia, sólo había que cargarlas en el Google y cliquear “Voy a tener suerte”. Con los años, le cambiaron la cara al presidente; eso es todo. Miserable failure, esas son las palabras. Hay que probar.

Yo pienso.

Capítulo LXXIII

Mi abuela Lola se murió un domingo como el de hoy, y nunca sabré si morirse un domingo es más terrible que morirse un día hábil de la semana, o si lo terrible es morirse simplemente, más allá de si uno se muere un domingo inhábil o un martes 13 pero hábil. Terrible para uno, pero peor para quienes quedan. O mejor. Vaya uno a saber.
El asunto es que mi abuela Lola se murió un domingo; en connivencia con un tal Alzheimer, decidió morirse nada menos que un domingo. Con Alzheimer y confabulada también con un par de las enfermeras del geriátrico donde la había internado la familia; mi familia.
Mi abuela Lola, que antes de la internación parecía tener claro que el tipo que entraba a su pieza a cada rato cargado de pastillitas de color para ver cómo estaba, no era ni su hijo ni mi padre sino una cucaracha asesina, fue quien me contó a mis siete años y con enormes detalles, en qué estado se encontraba mi cabeza apenas me sacaron del cuerpo de mi madre. “A vos te extirparon de tu madre, Títtulli”, dice sin dejo de ironía el ruso Pascales. Mi cabeza de recién nacido, literalmente, no era otra cosa que una gran medialuna peluda; pero doña Luna, la bruja de la familia, esa señora extraña que –pago mediante- tanto mi madre como mi abuela Lola visitaban religiosamente una vez por mes para ir oteando el devenir de sus seres queridos, o sea nosotros, juró que no había de qué preocuparse. “Las cabezas de los recién nacidos con esa formación son cabezas privilegiadas”, porque no recuerdo qué conjunción postlunar entre cáncer y géminis siempre y cuando el cabeza de medialuna hubiese nacido de madrugada y en día hábil; es decir, día laboral.

Mi madrina de bautismo, la tía Rosita, hija menor de mi abuela Lola, contó una tarde de verano, pocos días después de su fallecimiento, que se murió con una leve sonrisita y los ojos cerrados, los ojos que habían perdido gran parte de su color original ya en vida; la tía Rosita cuenta que los pocos presentes no se pusieron de acuerdo si realmente era domingo.


















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Capítulo LXXIV

Pretender que el hecho no sucedió, en medio de esta maraña de recuerdos personales y país a punto de volar por los aires sin remedio, es prácticamente imposible. Es más, hice lo necesario para que sucediera. El punto es que no fue pensado de antemano; fue un hecho involuntario, propio de las más altas o más bajas pasiones, según se interprete. Sólo estaba pensando al mismo tiempo en mis muertos queridos y en los titulares de la próxima tapa de DEPORTIVO GANAR –con el fútbol suspendido en el medio por los graves acontecimientos que vive el país y apenas días después Racing saliendo campeón después de 35 años-; pensaba, por ejemplo, en la inútil muerte de mi viejo; pensaba que no era necesario cruzarse delante de un auto a tan temprana edad, soltando de repente la mano de su mujer de toda la vida, la mano derecha de mi vieja, y también en que al DT de Racing, Reynaldo Merlo, deberían construirle una estatua por la titánica proeza; pensaba en la ironía que siempre ejerció mi viejo, incluso hasta el momento mismo de su muerte: siempre será recordado cada 17 de octubre, justamente él, un antiperonista como pocos; pensaba, también, en la muerte de mi hermano Sergio, sorprendido jugando a los tres años, y en que la tapa del DEPORTIVO debería llevar una alusión directa a los treinta asesinados por el desgobierno de De la Rúa; y recordaba a mi amigo Fito, el Fito Manchinu, la sangre intoxicada por la explosión de un aerosol mientras pintaba el frente de mi auto y yo andaba de viaje por Brasil.
En estas y otras muertes pensaba y en el desastre nacional, de eso sí me acuerdo; ahora, por qué el monitor de una de las computadoras salió volando a través del ventanal de mi estudio, eso sí no puedo explicarlo.

Capítulo LXXV

Ya días antes de la previsible huida presidencial, días antes de la crónica de tantas muertes anunciadas, con mi equipo ardíamos en plena interna por el armado del titular principal del diario del día después. Y como no podía ser de otra manera, las opciones en pugna eran dos: una, la construida en cooperativa por mi equipo; otra, la mía, de intenso vuelo poético al decir de Abril Mallo.
La opción de mi equipo incluía un multiple choice: 1. “Por las nubes”, ya que flotaba en todos los aires del país la sensación de que el gabinete entero saldría eyectado vía aérea de la Casa Rosada; 2. “Malos aires”, por el mismo motivo pero ubicando al Excelentísimo Señor Presidente de la Nación en primer plano; 3. “El camino tan temido”, porque el caldo de cultivo social era el propicio para que la policía saliera a matar a cuantos se le pusieran delante y sin dar explicaciones a nadie. Mi titular era: “Y Des la Rúa voló por los aires”, con la sugestiva variante de los puntos suspensivos delante de la Y. Lo que nadie podía haber intuido, fue que el desenlace le dio una enorme mano a mi idea sacando a De la Rúa en helicóptero de la casa de gobierno.
La situación creada daba para todo: desde fines de noviembre, circulaba por internet una tómbola sobre el día en que el presidente de todos los argentinos, un presidente más proveniente del Despartido Radical elegido por el voto popular que no lograría terminar su mandato como debiera, se caería cual muñeco haciendo su siesta del sillón de Rivadavia, aquel famoso sillón que el otrora presidente don Bernardino Rivadavia mandara construir a Europa para gozo y rélax de los primeros mandatarios de la nación. El día más votado en la tómbola informática era el 31 de diciembre, “así termina de cagarnos bien el año, como corresponde”; en segundo lugar el día 21, “para arrancar el verano con mucha calentura”; muy atrás en la lista de los más votados, aparecía el 19, mi elección, y sin frase encomillada.

La intuición es como el aire que se respira es una excelente frase. Alguna vez la acuñó el ruso Pascales, en ocasión de una abultada derrota de Racing, aunque puede haber sido también hace poco tiempo, en vísperas del campeonato que Racing acaba de ganar tras 35 años de fracasos. El ruso Pascales no termina de procesar esta situación ambivalente de ver por primera vez campeón a su Racing Club, y al mismo tiempo sufrir la tragedia del país.
La frase de la intuición es lo de menos.












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Capítulo LXXVl

Al gordo Bodega lo seguimos llamando gordo Bodega por varios motivos, pero especialmente porque –por decisión propia- seguirá siendo gordo por siempre; porque el apellido del gordo es Bodega; porque nos suena bárbaro eso de “El gordo Bodega”, y porque cada vez que se le presenta la ocasión, se toma hasta la molestia.
El gordo Bodega seguirá siendo motoquero apenas pueda retomar el trabajo, apenas se le recompongan todos los huesos que le rompieron entre varios policías el día 19 por la tarde en Diagonal Norte, cuando con su sola humanidad salió en defensa de un grupo de Madres de Plaza de Mayo que estaba siendo embestido por la valerosa policía montada.
Al gordo Bodega lo seguimos esperando en la redacción, para que vuelva a repartir documentos, carpetas, fotocopias.








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¡AGUANTE MOTOQUERO! : Argentina Indymedia (( i ))

Capítulo LXXVll

El tiempo se muere, de eso no hay duda. Los últimos manotazos de ahogado de este año, son los treinta muertos que nos deja en medio de su odio. La historia sabrá interpretar.

Quiero una foto, una sola, del tiempo muriéndose.



PD: puede ser en color, en BN, en sepia, lo que quieran, pero manden una, una sola.









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