CAPITULO XXII


El número lo saqué de la guía telefónica; su dirección seguía siendo la misma de nuestra infancia en Saavedra: Holmberg 4217. Ese era el número de la casa de ellos; 4246 era el de la mía. Y José Protits seguía siendo José y Protits al mismo tiempo. El polaco, el tipo que solía dirigir como director técnico al equipo del barrio, el equipo que jugaba con la camiseta de Chicago, la de barras verticales verdes y negras, el Guille Camarotta con la diez, yo con la ocho.

El balcón de mi casa me deja pensar; es un espacio liberado, un espacio donde recupero los amores, las imágenes perdidas, las cosas que en algún momento me hicieron feliz por nada.

Buen día, ¿hablo con José?
La voz que me contestaría el llamado sería borrascosa, quizás turbia, o mejor, una voz anciana; el tipo de voz que no encuentra su lugar en la vida después de haber dejado la nicotina.
Sí, ¿quién habla?
A José Protits le encantaba el fútbol, pero el fútbol bien jugado, el fútbol lujoso; tanto le gustaba el fútbol, que solía ponerse un buzo azul oscuro con las letras DT blanquísimas pegadas en la espalda para dirigir al equipo del barrio en los campeonatos interbarriales, allá por la mitad de los ‘70.
Títtulli, José, soy Atilio Títtulli…

Y también hay vacíos telefónicos grandes como balcones, vacíos imposibles de significar con nada, menos con palabras; algunos deberían prohibirse.

Titulito… tanto tiempo nene…
Jugar a la pelota es diferente a jugar al fútbol, esgrimía José; si uno trata de jugar a la pelota es placentero; el resto del negocio no.
¿Y tu viejo?
Mi viejo era Títtulli, don Títtulli. Por simple deducción, en Saavedra siempre fui Titulito.
Lo mató un auto José. Hace ocho años…

No quiero que peguen chicos. No se puede. Si el contrario se va, se va.
Sé que es difícil entender que no se puede pegarle al contrario, porque nos hacen creer que debemos hacerle sentir el rigor físico al contrario, y que un contrario se escape es medio gol hecho.
En la esquina de Triunvirato y Echeverría.
Venían de comer pizza con tu vieja, seguro…
Sí José, venían de comer pizza.
Un domingo...
Sí, era domingo.

Antes que nada, tenemos que saber que el fútbol es arte. Hay mucho de danza en sus movimientos; solo tienen que mirar con detenimiento a los jugadores bailando con la pelotita.
¿Y Poldi, José?

La voz seguiría siendo borrascosa, quizás turbia, o mejor, una voz anciana; el tipo de voz que no encuentra su lugar en la vida después de haber dejado la nicotina.

Poldi no sé; hace mil años que no nos hablamos.

Eso es lo bueno de los balcones, que sean espacios libres, con los gordos haciendo piruetas colgados de los cables de la luz.

CAPITULO XXIII

Vuelvo del balcón a la cocina. Me sirvo otro whisky. Abro una de las alacenas, saco una cacerola, una de las grandotas, de las que uso para los mondongos, los guisos de lentejas, los pucheros, esos nobles tachos para hervir pulpos de 2 kilos y pico, las de 28 cm de diámetro. Vuelvo de la cocina al balcón. Vuelvo con mi whisky y mi cacerola en las manos, la cacerola que tanto placer ha brindado desde que la compré hace años, en la zona de bazares sobre la avenida Jujuy. Me siento en mi balcón, en la silla de director de cine color rojo; apoyo la cacerola sobre mis muslos, y la miro, la miro por primera vez en nuestra vida en común, la miro con detenimiento, tratando de descubrirle en el fondo y las paredes las cicatrices propias del revolver. Pienso en que podría revolearla a la plaza de enfrente; quien la viera no se sentiría extrañado en estas épocas que corren. La doy vuelta; la doy vuelta sobre mis muslos, y muy lentamente comienzo a pegarle en la base con las uñas de la mano derecha.

Ha pasado más de una hora; el batifondo de cacerolas a lo lejos ha comenzado a tranquilizarse desde el miércoles 19. Y a pesar de que la realidad nos muestra los desaparecidos en los ’70, las empresas del estado desaparecidas en los ’90, y los dineros privados desaparecidos ahora mismo, todavía no logro enhebrar (palabra que usaba todo el tiempo mi abuela Lola) un sentido, aunque sea uno solo, pero uno razonable, que una las cacerolas, los muertos, la plata secuestrada, a pesar de la claridad de los hechos, a pesar de la historia escrita y borrada y vuelta a escribir con la mano y el codo del mismo brazo.


CAPITULO XXIV

Pareciera que la gente está siempre esperando las madrugadas para morirse de una vez por todas. Pareciera, para la gente, que la noche es el mejor momento para morirse de una vez por todas. Será que la muerte, digo, es un hecho demasiado importante como para dejarlo pasar así nomás. Como los nacimientos, las despedidas, los aniversarios. Esto en cuanto a los que deciden. Después están los que no deciden morirse, pero por alguna razón terminan muriéndose de una vez por todas. Y la otra opción, la opción autoritaria, es la que implementan los estados contra la vida; o sea, te mato porque el poder soy yo.

Este país está asociado a la muerte, parece ser. Quizás por eso decido irme a vivir a otro país; “como si México, Perú o cualquier otro país estuvieran lejos de involucrarse con la muerte”, me dijo Ariela en su momento. Y Ariela, en eso, tiene razón. “Te vas y dejás a tus hijos en el país de la muerte”. Ariela, también en eso, tiene razón. Y además, cuando necesita ser jodida tiene la metáfora fácil.

Serena tiene 26, y trabaja hace tres como psicóloga en el país de la muerte; Felipe acaba de subirse a los 20 tratando de hacer la música más decente posible con su banda en el país de la muerte (excelente nombre: La Saralucha Próiect); Violeta, que va para los 25, está terminando el traductorado de inglés en el país de la muerte, será para traducir la muerte y otras boludeces dice; y Tito, con sus cortos 22, sostiene que sólo quiere escribir en el país de la muerte, para reescribirla cuantas veces sea necesario; Ariela tiene 46 en el país de la muerte, igual que yo en el país de la muerte, y no sé por qué mierda se me da por escribir ésto en la computadora, justo ahora que la muerte vuelve a ser varias veces argentina.

Por eso te inculqué ciertos odios,
ciertas maneras de pelear,
porque es duro vivir te di bellas palabras
para que usases como arma, por eso
te engendré con amor

por eso te enseñé a que seas libre.

Adrián Desiderato habla de sus poemas, de sus hijos. Les habla en el país de la muerte.




















La foto que ilustra esta presentación pertenece a la serie “La muerte de la muerte” (1979), de
Andy Goldstein.

CAPITULO XXV

Gustavito Ricci
el inglés, montaña Ricci, el chileno y el taradito
yo, Pinedo y el Guille Camarotta
el cabezón Barbero, Poldi Protits y el cabezón Curia
Ese era el equipo de José, el equipo que jugaba con la camiseta de Chicago. Toda gente nacida en Saavedra, el barrio de Goyeneche, gente nacida entre las calles Holmberg, Donado, Besares y Ruiz Huidobro. Toda buena gente. El chileno Alberto era el matón del barrio y del equipo; Yoryi, el inglés, tomaba whisky desde los diez años; si le dolía la cabeza, se mandaba una aspirina con whisky, pero rebajado con un toque de agua; a montaña Ricci mejor no discutirle nada; Claudio, el taradito, tuvo un accidente que le costó media invalidez, pero con los años llegó a ser instructor de karate; Pinedo, el gordo, tenía la rara habilidad de jugar bien tanto al básquet como al fútbol; el Guille, además de pensar los partidos dentro y fuera de la cancha, era el capitán del equipo; Ricky Barbero, pachinito por descendencia paterna, era pesado, un tipo sin velocidad, pero con un táiming poco común para su contextura física, y una lectura impresionante del desarrollo de cada partido; Poldi, además de ser flaco, alto y rápido, iba bien al cabezazo; el cabezón Gustavo Curia, que se peleaba con todo el mundo, sabía encarar como un profesional; y Gustavito Ricci era el arquero, más por volumen corporal que otra cosa, pero nada que ver con el gordito va al arco.
Ese era el equipo de José, José Protits, el maestro bombonero de Simo; ese era el equipo que jugaba con la gloriosa de Chicago, que a decir verdad, ninguno era de Chicago, sólo nos gustaba la combinación del verde y el negro.

CAPITULO XXVI

Juan Delgado, Claudio Lepratti, Sandra Ríos, Graciela Acosta, Yanina García, Rubén Pereyra, Miguel Pasini, Romina Iturain, Eloísa Paniagua, Diego Avila, Mariela Rosales, Julio Flores, Damián Ramírez, Ariel Salas, Pablo Guías, Roberto Gramajo, Víctor Enrique, Eduardo Legembre, Elvira o Elida Avaca, David Moreno, Ramón Arapi, Walter Campos, Luis Alberto Fernández, Juan Torres, Ricardo Alvarez, Diego Rancagna, Gastón Marcelo Riva, Carlos Almirón, Alberto Márquez, Gustavo Benedetto, Ruben Darío Aredes, Adrián Enrique Sotelo
Estos son los muertos de De la Rúa en el país de la muerte, el país donde viven mis hijos y la madre de mis hijos, el bellísimo país donde la similitud entre los vocablos delarúa y derruir debería habernos alertado mucho tiempo atrás.

CAPITULO XXVII

Atardece. Atardece sin remedio. Pareciera que hasta los atardeceres se han vuelto una enfermedad en estos tiempos.
Atardece y veo mails. Muchos mails. Leo algunos, a pesar del ánimo propio de estas situaciones en que la gente no para de morirse. Leo mails y hay uno de Betina, una argentina que se fue a la madre patria el año pasado.
Leo el mail de Betina, Betina Lubochiner. Un mail donde me habla de las cacerolas, las cacerolas como herramienta de cocina, las cacerolas como herramienta de trabajo, un mail con muy pocas palabras, de esas palabras que dicen mucho más de lo que dicen en situaciones donde la muerte no es otra cosa que una figura literaria.
Me escribe desde España Lubochiner, ese planeta donde se habla nuestro mismo idioma, pero tan lejos de nuestro mismo idioma… Que la impotencia de la distancia, que el gobierno de la Alianza, que miro una cacerola y lloro, que la paella a la valenciana o a la asturiana…

Leo el mail de Betina Lubochiner, mientras en el balcón de mi casa atardece sin remedio.

CAPITULO XXVIII

Sigue atardeciendo sin parar, y se nos viene la noche. La noche, ese espacio de la vida en el que nos parece que la muerte hace de las suyas, y en verdad sabemos que no hay horario para la muerte.

Sigue atardeciendo sin parar en el balcón de mi casa. Ya no entiendo qué le pasa al país desde el balcón de mi casa, y no creo que yéndome a otro lugar de la casa pueda llegar a entender algo. En realidad no quiero salir más de mi casa para entender al país.
Sigue atardeciendo en el país de la muerte y la gran calma se avecina, ese tiempo necesario para reponer las fuerzas gastadas en matar y destruir. La gran calma.

Miro fotos en internet, fotos de la muerte de estos días, la muerte abunda en los diarios del país; suena el teléfono; recuerdo el consejo de Baumgarten.

Y el atardecer no afloja en su propósito; el atardecer sigue con lo suyo. Y mi amigo Alberto Baccay, el famoso blogógrafo, se ha paralizado en medio de la muerte, la muerte argentina. Se ha paralizado en la mitad de su cara, en su párpado izquierdo que no termina de cerrarle, en su habla, el habla del lado izquierdo, donde las p son b.

Y el atardecer clavado en el balcón de mi casa, el atardecer clavado en el cuerpo del país como si fuera un vudú, el atardecer y la gran calma.


Nota: la foto que ilustra esta presentación es del Salar de Atacama, Chile.